A los 18 años soñaba con que me casaría con un príncipe azul, tendríamos dos hijos, sería periodista y viajaría como corresponsal de una revista de prestigio. También cursaría un master para mejorar mi inglés… Pero esa novela se transformó en otra muy distinta con el paso de los años. Eso sí, como en los cuentos de hadas, algunas partes de la historia se hicieron realidad.
Tuve que dejar mi país. Al filo del medio siglo de vida, con hijos mayores y algunos a punto de casarse me convertí en una expatriada en España, y tuve que dejar en Chile amigos entrañables, padres, hermanos e hijas, truncar una carrera profesional para acompañar a mi marido en un nuevo desafío profesional y, de alguna manera, empezar de cero.
Crucé el charco, como les gusta decir por estas tierras, convencida de que mi vida sería parecida a la que llevaba en Chile. Pero al poco tiempo, me encontré dedicada en alma y cuerpo a esas labores de las cuales me gustaba tanto teorizar pero poco practicar: las del hogar.
En estos tres años en Madrid he tenido que luchar con mis “demonios” internos y convencerme por elección propia (ya que esta es una tarea que nadie me ha impuesto) que por unos años Dios ha dispuesto unas circunstancias concretas: una labor cien por cien dedicada a mi familia y escondida a ojos del mundo.
Al principio no fue fácil. Al igual que muchas mujeres de mi generación tenía en el subconsciente que el hogar -como sentenciaba Betty Friedan, la fundadora del movimiento Now- es “un confortable campo de concentración”. Un slogan con el que hemos crecido y madurado muchas generaciones de mujeres, huyendo de la cocina y del armario de la limpieza como las ovejas del lobo.
El talento para comunicar
Soy supernumeraria del Opus Dei desde hace casi tres décadas y me ayudó mucho una frase de San Josemaría: “Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia”. Estos años he podido fusionar la práctica con la teoría y así puedo ayudar a mis nuevas amigas a encontrarse con Dios en la cocina, en los deberes de sus hijos, acompañando con ilusión a un padre anciano, en la interminable labor diaria de llevar y traer niños de un lado para otro… Ese calor de hogar ha sido el punto de atracción para que muchos busquen refugio, consuelo, cariño, en un mundo donde hoy la mayor pobreza es la soledad.
En mi caso, la dedicación a estas tareas más domésticas me ha ayudado a integrarme en mi nuevo país. Como buena latina, me gusta invitar a mi casa. Poco a poco, con una comida, organizando un café con madres del colegio, compartiendo una receta chilena o realizando una actividad de voluntariado, he tenido ocasión de conocer a muchas de mis actuales amigas.
Soy una convencida de que todo lo que nos pasa siempre es “para” algo. Es una experiencia de crecimiento para luego poder ayudar a otro a enfrentar una vivencia parecida. Así pasa con la enfermedad, con un revés económico, con la muerte de un ser querido o, como en mi caso, con cambiar de país de la noche a la mañana. De la mano de Dios todas las cosas adquieren sin duda otro valor y dimensión.
Ser un refugio donde los demás pueden acudir
Tenemos un cuaderno donde el que pasa por casa escribe unas líneas. La gran mayoría -a estas alturas de nuestra estancia no son pocos- destacan siempre lo mismo: que se llevan un recuerdo de unos días de vida en familia, donde lo que más les ha gustado ha sido el cariño, la alegría y la comida casera que han podido disfrutar. Y cuando leo estas líneas me gusta pensar que mi familia es como la de esos primeros cristianos que contagiaban la fe a otros a través del ejemplo en sus actividades cotidianas de todos los días. El mejor resumen de estos años, es que siempre donde uno esté, se puede amar a Dios y servir a los demás y que esa fórmula es sinónimo de felicidad.
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