“Amar no es mirarse el uno al otro es mirar juntos en la misma dirección”

Antoine de Saint Exupery

viernes, 17 de febrero de 2012

Para leer en CARNAVAL: Jugar para vivir: ocio y tiempo libre (1)


Jugar es necesario para disfrutar de la vida. Se aprende además a ganar y perder, a usar la imaginación, a estar con los demás...


Hoy, en muchos países, el sistema educativo da a niños y jóvenes cada vez más tiempo libre, de modo que muchos padres son especialmente sensibles a la importancia de esos momentos para la educación de sus hijos. 

Opus Dei - Foto: Seema K K
Foto: Seema K K
En ocasiones, sin embargo, el principal temor es que “se pierda el tiempo” durante los periodos no lectivos. Por eso, muchas familias buscan actividades extraescolares para sus hijos; no es raro que estas posean cierto corte académico –un idioma o un instrumento musical–, que complete sus estudios.
 
EL VALOR DEL TIEMPO LIBRE
El tiempo libre posee unas virtualidades educativas específicas, «potenciar y valorizar el tiempo libre de los adolescentes y orientar sus energías»

En esas horas diarias en las que las obligaciones académicas se interrumpen, en mayor o menor medida, el joven se siente dueño de su propio destino; puede hacer lo que realmente quiere: estar con sus amigos o su familia, cultivar aficiones, descansar y divertirse del modo que más le satisface. 

Opus Dei - Foto: visitflanders
Foto: visitflanders
Ahí toma decisiones que entiende como propias, porque se dirigen a jerarquizar sus intereses: qué me gustaría hacer, qué tarea debería recomenzar o cuál podría aplazar... Puede aprender a conocerse mejor, descubrir nuevas responsabilidades y administrarlas. En definitiva, pone en juego su propia libertad de un modo más consciente. 

Por eso los padres y educadores deben valorizar el tiempo libre de quienes dependen de ellos. Porque educar es educar para ser libres, y el tiempo libre es, por definición, tiempo de libertad, tiempo para la gratuidad, la belleza, el diálogo; tiempo para todas esas cosas que no son “necesarias” pero sin las que no se puede vivir.

Este potencial educativo puede malograrse tanto si los padres se desentienden del ocio de los hijos –siempre que cumplan con sus obligaciones escolares–, como si lo ven solo como una oportunidad de “prolongar” su formación académica. 

En el primer caso, es fácil que los hijos se dejen llevar por la comodidad o la pereza, y que descansen de un modo que les exija poco esfuerzo (por ejemplo, con la televisión o los videojuegos). 

En el segundo, se pierde la especificidad educativa del tiempo libre, pues este se convierte en una especie de prolongación de la escuela, organizada por iniciativa casi exclusiva de los padres. Al final, desafortunadamente, la imagen del vivir que se trasmite es la de una existencia dividida entre obligaciones y diversión. 

Opus Dei - Foto: SaZeOd
Foto: SaZeOd
Conviene, por tanto, que los padres valoren con frecuencia qué aportan al crecimiento integral de los hijos las actividades que realizan a lo largo de la semana, y si su conjunto contribuye de modo equilibrado a su descanso y a su formación.

Un horario apretado significa que el hijo hará muchas cosas, pero quizá no aprenderá a administrar el tiempo. Si se quiere que los hijos crezcan en virtudes, hay que facilitarles que experimenten la propia libertad; si no se les da la posibilidad de elegir sus actividades favoritas, o se les impide en la práctica jugar o estar con los amigos, se corre el riesgo de que –cuando crezcan– no sepan cómo divertirse. En esta situación, es fácil que acaben dejándose llevar por lo que la sociedad de consumo les ofrece.

Educar en el uso libre y responsable del tiempo libre requiere que los padres conozcan bien a sus hijos, porque conviene proponerles formas de ocio que respondan a sus intereses y capacidades, que les descansen y diviertan. 

Los hijos, sobre todo cuando son pequeños –y es el mejor momento para formarles en este aspecto– están muy abiertos a lo que los padres les presentan; y si esto les satisface, se están sentando las bases para que descubran por sí mismos el mejor modo de emplear los tiempos de ocio. 

Evidentemente, esto requiere imaginación por parte de los padres, y espíritu de sacrificio. Por ejemplo, conviene moderar las actividades que consumen un tiempo desproporcionado o llevan al chico a aislarse (como sucede cuando se pasan horas frente al televisor o en internet). Es mejor privilegiar aquellas que permiten cultivar relaciones de amistad, y que le atraen espontáneamente (como suele ser el deporte, las excursiones, los juegos con otros niños, etc.). 

JUGAR PARA CRECER
Pero de todas las ocupaciones que se pueden desempeñar en el tiempo libre, hay una que los niños –y no solo ellos– prefieren sobre las demás: el juego. 

Resulta natural, porque el juego se asocia espontáneamente a la felicidad, a un lugar donde el tiempo no es pesado, a una vivencia abierta a la admiración y a lo inesperado. En el juego uno muestra su identidad más propia: se implica con todo su ser, con frecuencia más incluso que en bastantes trabajos. 

El juego es, ante todo, una prueba de lo que será la vida: es un modo de aprender a utilizar las energías que tenemos a disposición, es un tanteo de capacidades, de lo que podemos realizar. El animal también juega, pero mucho menos que el hombre, precisamente porque su aprendizaje se estabiliza. Las personas juegan durante toda su vida, pues pueden seguir creciendo –como personas– sin limitación de edad. 

La naturaleza humana se sirve del juego para alcanzar el desarrollo y la madurez. Jugando, los niños aprenden a interpretar conocimientos, a ensayar sus fuerzas en la competición, a integrar los distintos aspectos de la personalidad: el juego es un continuo reto. 

Opus Dei - Foto: Andrei!
Foto: Andrei!
Experimentan reglas, que hay que asumir libremente para jugar bien; se marcan objetivos, y se ejercitan en relativizar sus derrotas. No cabe juego al margen de la responsabilidad, de forma que el juego contiene un valor ético, nos ayuda a ser sujetos morales.

Por eso, lo normal es jugar con otros, jugar “en sociedad”. Tan radicado está este carácter social, que incluso cuando los niños juegan solos, tienden a construir escenarios fantásticos, historias, otros personajes con los que dialogar y relacionarse. En el juego los niños aprenden a conocerse y a conocer a los demás; sienten la alegría de estar y divertirse con otros; asimilan e imitan los roles de sus mayores.

Se aprende a jugar, principalmente, en la familia. Vivir es jugar, competir; pero vivir también es cooperar, ayudar, convivir. Es difícil comprender cómo se puedan armonizar ambos aspectos –competir y convivir– al margen de la institución familiar. El juego es una de las pruebas básicas para aprender a socializar. 

En definitiva, el gran valor pedagógico del juego reside en que vincula los afectos a la acción. Por eso, pocas cosas unen de un modo más inmediato a padres e hijos que jugar juntos. Los padres han de ser amigos de sus hijos, dedicándoles tiempo. Ciertamente, a medida que los hijos crecen, habrá que adaptarse.

Pero esto sólo significa que el interés de los padres por el ocio de sus hijos adoptará nuevas formas. Se les puede, por ejemplo, facilitar que inviten amigos a casa, o asistir a las manifestaciones deportivas en las que participan… Iniciativas que, además, permiten conocer a sus amigos, y a sus familias sin dar la errada impresión de que se les quiere controlar, o de que se desconfía. 

También se puede, con la ayuda de otros padres, crear ambientes lúdicos en los que se organicen diversiones sanas, y cuyas actividades se desarrollen teniendo en cuenta la formación integral de los participantes. Hay que hacer lugares en los que se les ayuda a descubrir que hay un tiempo para cada cosa y que cada cosa tiene su tiempo, y que en todas las edades este ambiente les deje un poso en las personas que les rodean. Por ejemplo Clubes Infantiles y juveniles donde los padres están seguros que la diversión de su hijo es la adecuada.

Opus Dei - Foto: NKPhilips
Foto: NKPhilipsAs clubes juveniles son lugares donde se enseña a ser «expertos de humanidad»; por eso, sería una gran equivocación plantear su interés solo en función de los resultados académicos o deportivos que alcanzan.

JUGAR PARA VIVIR
En griego, educación (paideia) y juego (paidiá) son términos del mismo campo semántico. Y es que aprendiendo a jugar se adquiere, a la vez, una actitud muy útil para afrontar la vida.

Aunque parezca paradójico, no sólo los niños tienen necesidad de jugar. Incluso se puede decir que el hombre debe jugar más cuanto más anciano sea. Todos hemos conocido personas a las que la vejez ha desconcertado: descubren que no tienen las fuerzas que tenían antes, y creen que no pueden afrontar los desafíos de la vida. 

Una actitud que, por lo demás, podemos encontrar en muchos jóvenes, ancianos prematuros, que parecen carecer de la flexibilidad necesaria para acometer situaciones nuevas.

Por el contrario, probablemente nos hemos relacionado con personas mayores que mantienen un espíritu joven: capacidad de ilusionarse, de recomenzar, de afrontar cada nuevo día como un día de estreno. Y esto aunque a veces posean limitaciones físicas notables. 

Estos casos ponen de manifiesto que, a medida que el hombre crece, cobra cada vez más importancia encarar la vida con cierto sentido lúdico. Porque quien ha aprendido a jugar sabe relativizar los logros –éxitos o fracasos– y descubrir el valor del juego mismo; conoce la satisfacción que da ensayar nuevas soluciones para ganar; evita la mediocridad que busca el resultado, pero arruina la diversión. Disposiciones que pueden aplicarse a las cosas “serias” de la vida, a las tareas corrientes, a las nuevas situaciones que, abordadas de otro modo, podrían llevar al desánimo o a un sentimiento de incapacidad.

Trabajo y juego tienen sus tiempos diversos: pero la actitud con la que uno y otro se planean no tiene por qué ser distinta, pues la misma persona es quien trabaja y quien juega. 

J.M. Martín y J. Verdiá

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