“Amar no es mirarse el uno al otro es mirar juntos en la misma dirección”

Antoine de Saint Exupery

martes, 20 de septiembre de 2011

Me gusta ... ¿Cómo educar la sensibilidad?


El gusto se puede educar, se puede afinar y puede crecer. Hay que desarrollar la capacidad de captar la belleza sin forzar el gusto. Nos tiene que gustar de verdad. Es necesario educar nuestros sentimientos, de manera que sintonicen con mayor facilidad con las cosas bellas

El “me gusta” es la base de todo y no se puede sustituir por ninguna otra consideración. En la educación estética, se parte del “me gusta” y se llega al “me gusta”. Y no sirve de gran cosa lo que les pase a otros. Es síntoma de papanatismo y falta de personalidad simular la admiración propia sólo porque “otros” dicen que es muy bueno. No hay que dejarse tiranizar por los entendidos y los especialistas que, a veces, dictaminan sin la menor consideración por el público o por criterios que le son extraños, moda o movimientos comerciales. El primer paso para la educación del gusto es la sinceridad: hay que estar seguros de lo que nos gusta. Y ser claros

Pero el gusto se puede educar, se puede afinar y puede crecer. Hay que desarrollar la capacidad de captar la belleza sin forzar el gusto. Nos tiene que gustar de verdad. Es necesario educar nuestros sentimientos, de manera que sintonicen con mayor facilidad con las cosas bellas.

Se pueden dar cuatro consejos para desarrollar la sensibilidad estética:

a) tratar con lo bueno;

b) aumentar la cultura artística;

c) elegir con libertad y seleccionar;

d) frecuentar.

a) Tratar con lo bueno

«Los gustos —como decía Graciánse pegan». Conviene mostrar interés por aquellas obras de arte que ya están consagradas. Pero como hemos repetido, no es necesario forzar el gusto.

Además, en casi todas las artes, es necesaria una cierta iniciación. Hay que tener paciencia hasta que nos acostumbremos al modo de ser que tienen. La música clásica, por ejemplo, necesita iniciación para que guste. Al principio puede hacerse más dura. Por eso, conviene preguntar, si se tiene oportunidad, qué artista resulta más fácil y más ameno. No hay por qué convertirlo en un suplicio. Tiene que ser un gozo y un descanso.

En el caso de la música clásica, por ejemplo, es sabido que Tchaikovski es un autor más fácil para comenzar, por la belleza y brillantez de sus obras sinfónicas.

b) Aumentar la cultura artística

La experiencia estética propiamente no depende de lo que sabemos. Pero lo que podemos saber del contexto histórico y de las técnicas del arte nos ayuda a valorar la obra. Por eso, puede ser conveniente leer alguna historia del arte; las hay excelentes; sin embargo, no hay que olvidar que la experiencia estética es propiamente la contemplación de conjunto, no el despiece analítico.

En este sentido, puede confundir la bienintencionada labor que, a veces, realizan los o las guías de los museos. Con objeto de entretener al público y de hacerles más llevadera la visita, cuentan anécdotas históricas de dudosa autenticidad y hacen fijarse al público en detalles pintorescos, que quizá habrían causado la desesperación del artista. Todo lo que sea fijar la atención en una minucia no tiene nada que ver con la contemplación del arte. La contemplación exige siempre ponerse frente a la obra entera, tal como es.

También hay que tener cuidado con los comentarios de los críticos, que podemos encontrar en los catálogos de una exposición o en los artículos semanales de un dominical. El arte es un terreno muy subjetivo y está inflado por la política cultural. Hay una técnica para hablar de las cosas artísticas que no es más que palabrería hueca, sin ninguna substancia. No hay que olvidar la dificultad enorme que tiene lo estético para ser expresado. Cuando alguien se siente en condiciones de hablar demasiado de lo que quería expresar un autor o de lo que contiene una obra, es señal de que dice más de lo que honradamente se puede decir. Son de agradecer los comentarios breves y juiciosos sobre el contexto histórico, datos biográficos o referencias sobre la técnica artística. Lo que pasa de aquí, suele ser incierto. Y no digamos nada si se intenta penetrar en la “psicología profunda” del autor.

En sus famosas Cartas a un joven poeta, Rilke aconsejaba: «Lea lo menos que pueda de cosas estético-críticas: o son opiniones partidistas, petrificadas y vaciadas de sentido en su endurecimiento contra la vida, o son hábiles juegos de palabras, en que hoy se saca una opinión y mañana la opuesta. Las obras de arte son de una infinita soledad, y con nada se pueden alcanzar menos que con la crítica. Sólo el amor puede captarlas y retenerlas y sólo él puede tener razón frente a ellas»[1].

El análisis puede ser un momento de la experiencia estética, pero lo central es la síntesis, la contemplación y el “es bonito, me gusta” que surge.

c) Elegir con libertad y seleccionar

Es lógico que, a medida que vayamos conociendo obras de arte, haya algunas que nos llamen más la atención y otras menos. No nos debe preocupar. Significa que tenemos gustos personales. En eso se manifiesta también nuestra libertad. No tiene por qué gustarnos lo que a todos les gusta y mucho menos lo que impone la moda artística, que suele ser ficticia y efímera.

La oferta artística es tan inmensa, que no nos puede interesar todo. Hay que seleccionar, hay que especializarse, hay que elegir. Podemos tener preferencias, tanto en las artes que cultivamos como en las épocas o artistas que nos interesan más. Así es más fácil conocerlos mejor.

d) Frecuentar

Una característica de las cosas buenas es que no cansan. Al contrario, crean afición. Así sucede con las grandes obras musicales y con la pintura y con la arquitectura y en general con todas las artes. El buen sabor que nos ha dejado una obra de arte, se acrecienta cuando la volvemos a ver. Cuando una obra nos ha gustado, hay que volver a contemplarla. Y es mejor ver una misma obra muchas veces, que ver muchas o ver la misma durante mucho rato.

Cuando entramos en un museo por primera vez, podemos hacer un recorrido general, para localizar lo que nos interesa. Pero es absurdo crearse la obligación de ver siempre, sistemáticamente y con la misma intensidad, todo lo que hay en él. Con eso sólo se logra alcanzar una impresión confusa de todo. La primera vez basta una mirada general y un breve reposo en unas pocas obras que nos hayan llamado la atención. La próxima vez que la veamos, quizá tengamos más contexto y la veamos con mayor agrado. Estas “amistades” que se crean en los museos se disfrutan a lo largo de la vida y desarrollan el gusto. «Hay en Salamanca —recuerda Unamunouna hermosa ‘Concepción’ deRibera, y tantas veces la he visto, y con tanta calma cada vez, que me la sé de memoria y la he sacado casi todo el fruto que pudiera, y en cambio recuerdo mi paso a la carga por una de las más ricas pinacotecas de Italia, de la que no conservo imagen alguna precisa y clara»[2].

El ideal humano no es el del esteticista, que vive a la caza indiscriminada de experiencias de belleza, acumulándolas sin orden en su vida. Pero no sería plenamente humano quien no supiera vibrar y emocionarse con las cosas bellas: quien no apreciara el esplendor de un paisaje y la fuerza expresiva de un buen retrato, la dulzura de una melodía y la delicadeza de un paso de ballet, el eco vibrante de la palabra poética y el vigor plástico de una prueba de atletismo. Las cosas bellas existen para ser admiradas y amadas; y reclaman de nosotros esa respuesta. Esto forma parte de lo que es la humanidad y las humanidades. «Tres cosas hacen un prodigio —dice Gracián—: ingenio fecundo, juicio profundo y gusto relevante»[3]. Y un antiguo proverbio estético reza: «vel strangulari pulchio de ligno iuvat»: «Hasta para ser ahorcado, ayuda que el árbol sea bello». Siempre que se pueda, belleza en todo. Esta es la opción por la belleza. No por el sibaritismo, sino por el orden, la armonía, la perfección y la maestría.

Juan Luis Lorda

(Extracto del capítulo “La opción por la belleza” del libro Humanismo. Los bienes invisibles, Rialp, Madrid 2009, pp. 92-97).

[1] R.M. Rilke, Cartas a un joven poeta, Alianza, 1990 (6a), 39

[2] M. de Unamuno, La dignidad humana, Madrid 1962 (5a), 109.

[3] B. Gracián, Oráculo Manual, 298, en Obras Completas, Aguilar 1960.


viernes, 16 de septiembre de 2011

¿Divorcio por aburrimiento?


En un artículo publicado en The Daily Telegraph, la periodista Angela Neustatter reflexiona sobre la tendencia actual al emotivismo sobre los proyectos duraderos, lo que lleva a algunos a romper sus compromisos conyugales cuando desaparece el encanto de los comienzos.

Neustatter se apoya en las conclusiones de un informe realizado por Grant Thornton-Reino Unido, una organización especializada en el sector de la auditoría. Después de entrevistar a 101 abogados de familia, esta empresa concluye que el aburrimiento se ha convertido en la gran amenaza de las parejas para permanecer juntas.

La infidelidad, que antes encabezaba la lista de razones principales para las rupturas conyugales, ha sido ahora sobrepasada por otra causa: la de quienes afirman que “ya no estamos enamorados” o “nos hemos ido distanciando”.

Estas conclusiones están en sintonía con las estadísticas de divorcio en Reino Unido que maneja Neustatter: de media, dice, los matrimonios se rompen a los 11 años. Y también coincide con la tendencia al emotivismo en las relaciones amorosas.

Tendencia que pusieron de manifiesto Malcolm Brynin, coeditor de Changing Relantionships, un polémico estudio publicado por el Economic and Social Research Council en 2009, en el que afirma que la gente se junta y permanece unida sólo cuando obtiene una ventaja personal.

Curioso “romanticismo”

Ya se sabe que el romanticismo en una relación amorosa va y viene. El mérito de One Poll, una empresa especializada en encuestas, está en haber logrado “medir” su duración. Por lo visto, el encanto se esfuma –de media– a los dos años, seis meses y 25 días después de contraer matrimonio. Eso es precisión.

De todos modos, dice Neustatter, la desaparición del romanticismo en el matrimonio –algo que seguramente habrá ocurrido en todos los tiempos– causará más o menos estragos en función de la actitud de los cónyuges. Si las expectativas de una persona son que mi marido o mi mujer me satisfagan en todo momento, es previsible suponer que este problema no hay “romanticismo” que lo arregle.

De ahí que Neustatter piense que el enfoque adecuado ante la falta de romanticismo en el matrimonio sea el de trabajar juntos –marido y mujer– sobre la relación conyugal. Resistir, codo con codo, los momentos de adversidad. Y volver a sacar brillo al matrimonio con pequeños gestos.

Crisis superada

“Ha llegado el momento de ponerse personal”, escribe Neustatter. “Mi marido Olly y yo alcanzamos el clásico punto ‘por los suelos’ en nuestra relación cuando nuestros hijos dejaron el hogar. No veíamos nada bueno en que cambiara el tamaño de nuestra familia y no encajamos bien las nuevas circunstancias; cada vez parecíamos más irritados el uno con el otro, y empezábamos la deriva hacia el distanciamiento. Sin duda, estábamos en ese momento de perplejidad en que todo hacía aconsejable la separación”.

Entonces se pararon en seco. ¿Qué pasaría si cada cual se fuera por su lado? Pues que, tarde o temprano, lo más probable –dice– es que acabarían echándose de menos tras dos décadas y media de convivencia, y acabarían echando de menos también la historia familiar que habían construido juntos.

Así que se pusieron manos a la obra. “Empezamos a comportarnos como al principio de nuestra relación, haciéndonos comidas especiales el uno al otro, escapadas al cine, vacaciones cortas para dos, comidas de domingos con nuestros hijos una vez al mes. Y mientras nos íbamos aproximando, fue posible hablar de cómo nos habíamos ido distanciando y de la gozada de crecer juntos otra vez”.

El que Neustatter haya mostrado aquí su intimidad no tiene nada que ver con un reality show. Más bien, se trata de un pequeño testimonio que refuerza la afirmación que viene después: “Las investigaciones actuales muestran que si la gente logra manejar y resistir las malas rachas, dirige su atención a lo que tiene y comparte con el otro en vez fijarse en lo que se está perdiendo, los beneficios psicológicos y físicos son enormes”.

“No es una cuestión de moralidad versus narcisismo –como si hubiera que elegir entre escalar una cumbre o quedarse la cama autocompadeciéndose–, sino de entender qué es lo que, al final, nos hace felices”.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

EDUCAR EN LA FE

En la propia familia se forja el carácter, la personalidad, las costumbres... y también se aprende a tratar a Dios. Una tarea que cada día resulta más necesaria, como se señala en este artículo.

Cada hijo es una muestra de confianza de Dios con los padres, que les
encomienda el cuidado y la guía de una criatura llamada a la felicidadeterna. La fe es el mejor legado que se les puede transmitir; más aún: eslo único verdaderamente importante, pues es lo que da sentido último a laexistencia. Dios, por lo demás, nunca encarga una misión sin dar losmedios imprescindibles para llevarla a cabo; y así, ninguna comunidadhumana está tan bien dotada como la familia para facilitar que la fearraigue en los corazones.


EL TESTIMONIO PERSONAL


La educación de la fe no es una mera enseñanza, sino la transmisión de un
mensaje de vida. Aunque la palabra de Dios es eficaz en sí misma, paradifundirla el Señor ha querido servirse del testimonio y de la mediaciónde los hombres: el Evangelio resulta convincente cuando se ve encarnado.

Esto vale de manera particular cuando nos referimos a los niños, que
distinguen con dificultad entre lo que se dice y quién lo dice; y adquiereaún más fuerza cuando pensamos en los propios hijos, pues no diferencianclaramente entre la madre o el padre que reza y la oración misma: más aún,la oración tiene valor especial, es amable y significativa, porque quienreza es su madre o su padre.

Esto hace que los padres tengan todo a su favor para comunicar la fe a sus
hijos: lo que Dios espera de ellos, más que palabras, es que sean piadosos,coherentes. Su testimonio personal debe estar presente ante los hijos en todo momento, con naturalidad, sin pretender dar lecciones constantemente.


A veces, basta con que los hijos vean la alegría de sus padres al
confesarse, para que la fe se haga fuerte en sus corazones. No cabeminusvalorar la perspicacia de los niños, aunque parezcan ingenuos: enrealidad, conocen a sus padres, en lo bueno y en lo menos bueno, y todo loque éstos hacen –u omiten– es para ellos un mensaje que ayuda a formarlos olos deforma.

Benedicto XVI ha explicado muchas veces que los cambios profundos en las
instituciones y en las personas suelen promoverlos los santos, no quienesson más sabios o poderosos: «En las vicisitudes de la historia, [lossantos] han sido los verdaderos reformadores que tantas veces hanremontado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempreen peligro de precipitar; la han iluminado siempre de nuevo» En la familia sucede algo parecido. Sin duda, hay que pensar en cuál es el modo más pedagógico de transmitir la fe, y formarse para ser buenoseducadores; pero lo decisivo es el empeño de los padres por querer sersantos. Es la santidad personal la que permitirá acertar con la mejor
pedagogía.

"En todos los ambientes cristianos se sabe, por experiencia, qué buenos
resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a la vida de piedad,hecha en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al Señor en la línea de los primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a Dios como Padre y a la Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres. Cuando se comprende eso, se ve la gran tarea apostólica que pueden realizar los padres, y cómo están obligados a ser sinceramentepiadosos, para poder transmitir –más que enseñar– esa piedad a los hijos"

AMBIENTE DE CONFIANZA Y AMISTAD


Por otra parte, vemos que muchos chicos y chicas –sobre todo, en la
juventud y adolescencia– acaban flaqueando en la fe que han recibidocuando sufren algún tipo de prueba. El origen de estas crisis puede sermuy diverso –la presión de un ambiente paganizado, unos amigos queridiculizan las convicciones religiosas, un profesor que da sus lecciones
desde una perspectiva atea o que pone a Dios entre paréntesis–, pero estascrisis cobran fuerza sólo cuando quienes las sufren no aciertan a planteara las personas adecuadas lo que les pasa.

Es importante facilitar la confianza con los hijos, y que éstos encuentren
siempre disponibles a sus padres para dedicarles tiempo. Los chicos –aunlos que parecen más díscolos y despegados– desean siempre eseacercamiento, esa fraternidad con sus padres. La clave suele estar en laconfianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que noden jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal. Es preferible que se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar. No hay que esperar a la adolescencia para poner en práctica estos consejos: se puede propiciar desde edades muy tempranas.

Hablar con los hijos es de las cosas más gratas que existen, y la puerta
más directa para entablar una profunda amistad con ellos. Cuando unapersona adquiere confianza con otra, se establece un puente de mutua satisfacción, y pocas veces desaprovechará la oportunidad de conversar sobre sus inquietudes y sus sentimientos; que es, por otra parte, una manera de conocerse mejor a uno mismo. Aunque hay edades más difíciles que otras para lograr esa cercanía, los padres no deben cejar en su ilusión por llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las
inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se esperauna ayuda eficaz y amable.

En ese ambiente de amistad, los hijos oyen hablar de Dios de un modo grato
y atrayente. Todo esto requiere que los padres encuentren tiempo para estar con sus hijos, y un tiempo que sea “de calidad”: el hijo debe percibir que sus cosas nos interesan más que el resto de nuestras ocupaciones. Esto implica acciones concretas, que las circunstancias no pueden llevar a omitir o retrasar una y otra vez: apagar la televisión o el ordenador –o dejar, claramente, de prestarle atención– cuando la chica o el chico pregunta por nosotros y se nota que quiere hablar; recortar la dedicación
al trabajo; buscar formas de recreo y entretenimiento que faciliten la conversación y vida familiar, etc.

EL MISTERIO DE LA LIBERTAD


Cuando está por medio la libertad personal, no siempre las personas hacen
lo que más les conviene, o lo que parecería previsible en virtud de los medios que hemos puesto. A veces las cosas se hacen bien pero salen mal –al menos, aparentemente–, y sirve de poco culpabilizarse –o echar la culpa a otros– de esos resultados.

Lo más sensato es pensar cómo educar cada vez mejor, y cómo ayudar a otros
a hacer lo mismo; no hay, en este ámbito, fórmulas mágicas. Cada uno tiene un modo propio de ser, que le lleva a explicar y plantear las cosas de un
modo diverso; y lo mismo puede decirse de los educandos que, aunque vivan en un ambiente semejante, poseen intereses y sensibilidades diversas.

Tal variedad no es, sin embargo, un obstáculo. Más aún, amplia los
horizontes educativos: por una parte, posibilita que la educación se encuadre, realmente, dentro de una relación única, ajena a estereotipos; por otra, la relación con los temperamentos y caracteres de los diversos hijos favorece la pluralidad de situaciones educativas.

Por eso, si bien el camino de la fe de es el más personal que existe –pues
hace referencia a lo más íntimo de la persona, su relación con Dios–, podemos ayudar a recorrerlo: eso es la educación. Si consideramos despacio
en nuestra oración personal el modo de ser de cada persona, Dios nos dará luces para acertar.

Transmitir la fe no es tanto una cuestión de estrategia o de programación,
como de facilitar que cada uno descubra el designio de Dios para su vida. Ayudarle a que vea por sí mismo que debe mejorar, y en qué, porque nosotros propiamente no cambiamos a nadie: cambian ellos porque quieren.

DIVERSOS ÁMBITOS DE ATENCIÓN


Podrían señalarse diversos aspectos que tienen gran importancia para
transmitir la fe. Uno primero es quizá la vida de piedad en la familia, la cercanía a Dios en la oración y los sacramentos. Cuando los padres no la “esconden” –a veces involuntariamente– ese trato con Dios se manifiesta en acciones que lo hacen presente en la familia, de un modo natural y que respeta la autonomía de los hijos. Bendecir la mesa, o rezar con los hijos pequeños las oraciones de la mañana o la noche, o enseñarles a recurrir a los Ángeles Custodios o a tener detalles de cariño con la Virgen, son modos concretos de favorecer la virtud de la piedad en los niños, tantas veces dándoles recursos que les acompañarán toda la vida.

Otro medio es la doctrina: una piedad sin doctrina es muy vulnerable ante
el acoso intelectual que sufren o sufrirán los hijos a lo largo de su vida; necesitan una formación apologética profunda y, al mismo tiempo, práctica.

Lógicamente, también en este campo es importante saber respetar las
peculiaridades propias de cada edad. Muchas veces, hablar sobre un tema de actualidad o un libro podrá ser una ocasión de enseñar la doctrina a los
hijos mayores (esto, cuando no sean ellos mismos los que se dirijan a nosotros para preguntarnos).

Con los pequeños, la formación catequética que pueden recibir en la
parroquia o en la escuela es una ocasión ideal. Repasar con ellos las lecciones que han recibido o enseñarles de un modo sugerente aspectos del catecismo que tal vez se han omitido, hacen que los niños entiendan la importancia del estudio de la doctrina de Jesús, gracias al cariño que
muestran los padres por ella.

Otro aspecto relevante es la educación en las virtudes, porque si hay
piedad y hay doctrina, pero poca virtud, esos chicos o chicas acabarán pensando y sintiendo como viven, no como les dicte la razón iluminada por la fe, o la fe asumida porque pensada. Formar las virtudes requiere resaltar la importancia de la exigencia personal, del empeño en el trabajo, de la generosidad y de la templanza.

Educar en esos bienes impulsa al hombre por encima de las apetencias
materiales; le hace más lúcido, más apto para entender las realidades del espíritu. Quienes educan a sus hijos con poca exigencia –nunca les dicen que “no” a nada y buscan satisfacer todos sus deseos–, ciegan con eso las puertas del espíritu.

Es una condescendencia que puede nacer del cariño, pero también del querer
ahorrarse el esfuerzo que supone educar mejor, poner límites a los apetitos, enseñar a obedecer o a esperar. Y como la dinámica del consumismo es de por sí insaciable, caer en ese error lleva a las personas a estilos de vida caprichosos y antojadizos, y les introducen en una espiral de búsqueda de comodidad que supone siempre un déficit de virtudes humanas y de interés por los asuntos de los demás.

Crecer en un mundo en el que todos los caprichos se cumplen es un pesado
lastre para la vida espiritual, que incapacita al alma –casi en la raíz– para la donación y el compromiso.

Otro aspecto que conviene considerar es el ambiente, pues tiene una gran
fuerza de persuasión. Todos conocemos chicos educados en la piedad que se han visto arrastrados por un ambiente que no estaban preparados para superar. Por eso, es preciso estar pendientes de dónde se educan loshijos, y crear o buscar entornos que faciliten el crecimiento de la fe y de la virtud. Es algo parecido a lo que sucede en un jardín: nosotros no hacemos crecer a las plantas, pero sí podemos proporcionar los medios –abono, agua, etc.– y el clima adecuados para que crezcan.

Como aconsejaba san Josemaría a unos padres: "procurad darles buen
ejemplo, procurad no esconder vuestra piedad, procurad ser limpios en vuestra conducta: entonces aprenderán, y serán la corona de vuestra madurez y de vuestra vejez" .

A. Aguiló

viernes, 2 de septiembre de 2011

Los padres, primeros educadores

Entrevista con la Doctora Monika Durrer, cofundadora de la Asociación Familia & Educación, de Züric

Theresia Bühler

La educación en los primeros años puede ser decisiva para toda la vida. Pero con frecuencia los padres se encuentran solos en esta tarea tan importante. La Asociación Familia & Educación (VFE), fundada en 1990, tiene como tarea principal organizar seminarios de formación para los padres, con el propósito de ayudarles a educar con competencia. Además, fomenta el intercambio de ideas y las relaciones de amistad entre las familias mediante conferencias, excursiones familiares y reuniones. La Doctora Monika Durrer, cofundadora de VFE, está casada y es madre de ocho hijos, de entre uno y trece años.

Señora Durrer, ¿cuál fue su motivación principal al crear los seminarios de formación de padres?

Cuando estudiaba Medicina me di cuenta de la importancia de la educación. La adicción a las drogas, los malos tratos a los niños, las depresiones en la edad infantil y en la adolescencia, son algunos de los daños que pueden deberse a una educación equivocada. Ante situaciones de este tipo, descubrí que las familias sanas son la mejor profilaxis para luchar contra muchos males de nuestro tiempo.

Algunas personas piensan que la capacidad de educar es innata. O se tiene o no se tiene ¿Es posible aprender a educar?

Pienso que la profesión de educador es una de las más importantes, por-que los educadores formamos a la so-ciedad del mañana. En VFE quisiéramos hacer conscientes a los padres de que son ellos los educadores principales de sus hijos y no el psicólogo ni la escuela. En este contexto, como todas las profesiones se pueden aprender, también debe aprenderse la de educador. Para procurar que la ayuda de VFE en este aprendizaje sea eficaz, los directores de los cursos reciben su formación en seminarios, congresos y cursos internacionales organizados por la International Family Foundation (IDF) en cerca de cuarenta países.

¿Qué método didáctico emplea Vd. en sus seminarios?

Trabajamos con el método llamado del caso. En la base de este método hay casos auténticos, cada uno de los cuales describe un suceso en una familia corriente. Estos casos se analizan pri-mero en pequeños grupos familiares y después se discuten en las sesiones ple-narias, bajo la dirección de un moderador. Para la preparación del caso con el estudio individual, la Asociación cuenta con textos pedagógicos de referencia.

Se supone que, por medio de los cursos, los padres han de aprender a comprender mejor a sus hijos ¿No es esto algo que viene dado de modo natural?

No. Los padres a veces se equivocan en el trato con los hijos porque interpretan mal su modo de actuar, porque tienen demasiado poco tiempo para escucharlos y para estar con ellos. Los padres deberían aprender que el tiempo mejor invertido es el que pasan con sus hijos. Si conocemos bien las fases de desarrollo de un niño, le podremos comprender mejor y nos enfrentaremos con el problema de modo correcto. Hay que saber, por ejemplo, por qué es necesaria una fase de testarudez, cómo pueden comportarse los jóvenes en la pubertad, y que una chica reacciona de modo distinto al de un chico al empezar el colegio, que la disposición para aprender de las chicas y de los chicos es diferente, etc.

¿Cómo se engarzan esos cursos con una visión cristiana de la educación?

La educación de las virtudes humanas es la base de la educación cristiana. Los directores de los cursos hablamos con los padres sobre cómo pueden ayudar a sus hijos a ser sinceros, trabajadores, ordenados, cómo pueden vivir la caridad, etc. En los últimos tiempos he notado de un modo especial la importancia de la educación a la obediencia. Si un niño nunca ha aprendido a obedecer a sus padres, tampoco podrá obedecer a Dios.


¿Qué pasa cuando los padres se dan cuenta de que han cometido errores en la educación, o cuando toman conciencia de los errores de educación de sus propios padres?

Nunca es demasiado tarde para aprender a través de los errores y para perdonar a nuestros padres sus errores en la educación. Además, no hace falta que seamos padres perfectos, pues nuestros hijos aprenden de nuestros defectos si los reconocemos y pedimos perdón por ellos. Así aprenden a manejarse con sus propias debilidades.

Dijo Vd. al principio que ni la escuela ni el psicólogo son los educadores más importantes, sino los padres ¿Quiere Vd. decir con esto que los padres se sienten muchas veces inseguros en su papel de educadores?

Hoy muchos padres van enseguida al psicólogo infantil. «El psicólogo nos ha dicho esto o lo otro», me cuentan muchos padres. Padres y madres deberían adquirir más confianza en sí mismos y más seguridad a la hora de educar. Después de un curso, un padre me dijo: «Ahora ya no nos da miedo tener más hijos». La meta principal de nuestro curso es que los padres procuren volver a enamorarse de cada niño continuamente. Durante nuestros cursos, muchos padres que no querían tener más hijos descubren la alegría de tener otro más.

En el curso, los padres aprenden a analizar objetivamente situaciones y conflictos de los niños y a encontrar soluciones. Pónganos un ejemplo.

Supongamos que un niño miente. Tenemos que preguntarnos por qué. ¿Qué edad tiene? ¿En qué fase de educación se encuentra? ¿Vive aún en un mundo de fantasía? ¿Miente por miedo? ¿Qué modelos de relación existen en la familia (con los hermanos, con el padre, con la madre)? ¿Quiere presumir? ¿Hay en la familia una abuela criticona? ¿El padre y la madre tienen tiempo para el niño? ¿Es la mentira una bagatela que no vale la pena tener en cuenta? Es muy importante ponderar exactamente la situación y encontrar una solución individual conveniente.

Los padres desean que sus hijos lleguen lo más lejos posible en su formación y en su profesión. ¿Hablan Vds. también de esto en los cursos?

Para la vida no me parece lo más importante la altura que ha alcanzado cada uno, sino si tiene cualidades humanas, si trabaja bien en su profesión y en definitiva, si cumple la voluntad de Dios. Humanidad, capacidad para la amistad, una fe profunda, éstas son las cualidades que deberíamos desear para nuestros hijos. La esencia de nuestra educación debería ser ayudarles a darse cuenta de lo que es importante para la vida.